Capítulo 2: El jardín

Todas las mañanas observo desde mi ventana un panorama único: un jardín antiguo al que domino con la vista desde un décimo piso. No es un jardín  muy grande –a esta altura se ve como una manzana verde en medio de las demás manzanas edificadas– pero para mí, es el jardín perfecto. Me maravilla mirarlo en cualquiera de las  estaciones del año, y me propongo anotar mis impresiones sobre él porque cada día encuentro alguna novedad, algo distinto en las formas cambiantes, en los contrastes de color y en el ambiente de calma o  bullicio,  que me llama la atención.
Cuando paseo por dentro del jardín las sensaciones no son las mismas: son también interesantes, aunque siempre muy distintas a las que siento desde aquí, a vista de pájaro que vuela a unos treinta metros de altura.

Este jardín se construyó a mediados del siglo XIX para ser habitado por una familia, y tiene los recorridos y la lógica propios de ese uso: una parte clásica y estructurada, con arbustos de recorte y esculturas mitológicas, tiene acceso frontal desde el vestíbulo de entrada, y se ofrece como magnífica vista desde el piso superior del palacete; incluye una galería metálica cubierta de bougainvillea y una rosaleda. Al patio, lugar con mucho encanto y dimensiones domésticas, se accede por la parte derecha del mismo vestíbulo; este patio es la antesala de la zona más boscosa del jardín, que contiene una balsa de grandes dimensiones rodeada de altos árboles. Por último, la  montañita con gruta, de carácter romántico, formando el fondo escénico. Las demás partes, anexas a este esquema, se ampliaron cuando se convirtió en jardín público.
Hoy es uno de esos días quietos, de sol fuerte; la calma del jardín sólo se ve perturbada por  el vuelo de los pájaros de copa a copa de los árboles y por el paso de algún que otro visitante tranquilo que puedo intuir, porque desde aquí entreveo los colores de sus ropas en movimiento.
Es un sábado, y supongo que más tarde habrá alguna boda. El  palacete del jardín –que en otro tiempo fue residencia de verano de un rico valenciano que hizo fortuna con el comercio de la seda– se utiliza actualmente  para celebrar bodas civiles. Muchos fines de semana, sobre todo en primavera, se reúnen aquí los novios con sus familiares e invitados y el jardín adquiere un aspecto festivo que lo hace diferente. Hoy aún no han llegado, y la calma que irradia me ha animado a contemplarlo y describir mis sensaciones.
Una de las ventajas que tiene mirar desde mi ventana, es que siempre puedo ver el jardín verde. Su estructura vegetal, sabiamente dispuesta, es principalmente de coníferas: pinos, cipreses, tejos, y alguna palmera.
También los setos bajos son perennes, y esto supone que el jardín nunca ofrece un aspecto de desnudez. Cuando en invierno lo miro, es bello así como está; pero al llegar la primavera empiezan a estallar, unos tras otros, los brotes de los diferentes árboles caducifolios que contiene, provocando llamativos contrastes de color, entre sí y con los perennes.
Todos los verdes distintos ofrecen un espectáculo nuevo y cambiante por días: me parece una belleza. Claro, que el concepto de belleza es relativo: una cosa es más o menos bella en comparación con otras. Y también es cierto que el concepto varía según el tiempo y el lugar. Pero aún así, creo que la armonía entre las distintas zonas de este jardín es, quizás, la parte más importante de su belleza, y la evolución cronológica de la vegetación, los cambios espontáneos que se producen día a día, de manera casi imperceptible, hacen el resto.

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